sábado, 6 de junio de 2015

Un día de estio, en mi pueblo

Esa mañana, brillante por su propia naturaleza, el sol hacia que se manifestaran todos los colores de las muchas plantas silvestres del campo que atraían mi atención y, también, nos daba el calor  que captábamos para llenarnos de vigor y alegría juvenil. Habíamos decidido, una vez más, ir a la huerta de San Martín, en bicicleta, por esos caminos a desmano para pasar inadvertidos. Con su bicicleta muy cuidada, como correspondía a una chica consentida y acomodada. La llevaba sentada, de lado, estilo amazona sobre la barra, creo que se sentía entusiasmada y divertida, entre mis brazos protectores y estables; para mí no era tan fácil y hacia acopio de toda mi fuerza y eficacia para salvar la oportunidad con hombría. Todo el camino me había ido impregnado de su perfume de niña limpia y perfumada;  el entusiasmo de esta mañana de estío, la constante restriega y las miradas de soslayo estaban a punto de dominarme haciendo que explotara, incluida, sobre todo mi bragueta, por la erección que se desplegaba y se agrandaba durante seguía el viaje, mientras me concentraba en pedalear. Mi aliento resoplaba sobre su melena limpia y lacia, de modo que llegaba a su oreja y, me hubiera deseado susurrarla algo agradable, pero me mantenía callado, sintiendo aquella oportunidad imposible. Ella, tenía que notar algo, porque sus miradas furtivas, mostraban una sonrisa cómplice. Tenía quince años y como era lógico, creo, que  no sabía qué hacer con una situación así.
Algunas personas que trabajaban en el campo arrancando lentejas, se incorporaban y trataban de reconocernos, destruyendo nuestras pretensiones secretas y seguramente asombradas por sus propias especulaciones y estricta censura. 
Estaba deseando llegar buscando la protección de la arboleda y la hierba fresca sobre la que ya soñaba algunas cosas, soñaba despierto, eso que nunca se hace realidad.
Al final, unos minutos y llegamos, dejamos la bicicleta al borde del camino, recorrimos un estrecho y verde sendero, a penas marcado. Fuimos caminando despacio armando el deseo, agarrados de la mano. Su mano delicada, parecía fruto maduro, suave  como la seda y firme como el racimo de uvas que recoges cuidadoso llenando la palma de la mano. Derramábamos anhelos para hacer lo que fuera más necesario, sin dar un paso en falso, su mirada pasaba con todo el brillo de sus ojos lúcidos por los míos. Llegamos a un viejo y formidable Nogal que nos protegía con la sombra abundante, del sofocante calor, mirándome reluciendo me pregunto: ¿qué vamos a hacer aquí? Al tiempo que se sentaba junto a mi lado. No sabía que contestarle, no dije una sola palabra; puede que me saliera una mueca disimulada. Pasado un instante me incline hacia ella y me lance sobre su cuerpo, sus brazos, sus senos, su vientre, sus muslos  y todos sus flancos
primero les recorrí con mis ojos sensibles luego con mis manos y mis dedos trate de aflojar todos sus resortes. Mientras decía: aquí no por favor, suplico, no hice caso, empecé a enredar mis manos en su espesa melena mientras la miraba con plena satisfacción y la sujetaba. Ella, supongo, de forma inconsciente, tomo mi mano izquierda llevándola a su entrepierna, con la contraria suya. Seguí el proceso natural sin saber muy bien lo que hacía, hasta llegar a su espesa vulva, húmeda y empapada, chorreando flujos; me comunicaba una sensación nueva, de gusto y complacencia. Era la primera ocasión y nada hubiera impedido que sucediera lo que sucedió. Aunque hubiera llegado una manada de pencos, pasando sobre nosotros, no nos habrían separado e impedido seguir hasta el final.
Cuando sintió el chispazo y toda la descarga del lance; creo que quiso desprenderse por un momento,  la sujete con fuerza, parecía una fiera indomable, no llegue a saber si quería seguir o volverse atrás, supongo que nunca lo sabré. A pesar del forcejeo llego un momento que se incorporó, miro su entrepierna y se bajo la falda, recomponiendo el vestido y el pelo, a su vez la quitaba todas las hierbas que se habían agarrado a toda su constitución y ropa.
Nos dijimos que nos deberíamos ir a casa, de vuelta. Fuimos a recoger nuestra bicicleta, ya no deseábamos montarnos en ella. Preferimos volver andando, sin decirnos nada, en total silencio. No comprendíamos lo que nos estaba pasando y aquello marcaría un antes y un después.
Ninguno de los dos parecía saber a dónde íbamos, llegamos a la carretera, ya había quedado atrás la huerta de San Martín, cruzamos el puente del viejo molino, miramos un poco la presa y el remolino de agua que salía de la corriente de la compuerta. Pasamos bajo las ramas de unos árboles que había cercanos al acercarnos al borde de la reguera resbalamos y nos proyectamos sobre nosotros mismos, no hizo ningún esfuerzo para levantarse, sino todo lo contrario se agarraba a mí, apretándome sobre su cuerpo. Dejamos la bicicleta junto al ribazo. Ante mi asombro sentí que deslizaba su mano sobre mi bragueta, tomando el control de ella, me acaricio tan delicada y efectivamente que en un santiamén eyaculé sobre su mano. Cogiendo mi mano la llevo a su entrepierna y no pude por menos de responderla; abrió sus piernas al máximo, yo me coloque, inclinándome adecuadamente la bese su vello púbico y lamí su vulva hasta limpiarla..., de todo el flujo. En ese momento ya estaba gimiendo y agarrándose el pelo se desordenaba la melena y empezaba a gritar: ¡me corro! ¡me corro! entonces la penetre de nuevo, tratando de mantener la fogosidad que requería el momento. No sé cuantos orgasmos tuvo, no sé cuantas veces me lo agradeció con expresiones ininteligibles, aquello parecía una sucesión de estampidas con toda su potencia. Me arañaba, me pellizcaba, lo que me hacía tener más deseo y azuzaba el ímpetu. Me mordía los labios, no me acuerdo cuantas cosas más. Sé que me dejo hecho unos zorros.
Mientras duro aquello, fue maravilloso, no duraría mucho, sus padres, no sé por qué motivo, lo impedían, seguro que intuirían algo y querrían protegerla..., lo justificaban diciendo que era un “golfo” que me gustaban sobremanera las mujeres, todas.
Nada sería igual, aunque cuando nos hemos visto guardamos una cierta complicidad y afección disimulada. Siempre nos hemos respetado y como me gusta hacer de las cosas efímeras y pasajeras, algo perdurable y continuo, le he cogido el gusto a escribir cosas que de alguna forma mantienen su contumacia y también su imaginación implícita.
 
Esteban Burgos Peña

No hay comentarios:

Publicar un comentario